viernes, 30 de noviembre de 2012

      

       La vocación del cuentista

No te fíes nunca de un fabulador que te cuenta su vida: en algún punto de su autobiografía se disimula, al menos, una calumnia. Aunque lo común es que sean muchas; sino encadenadas —que no le permitan ni reconocerse a sí mismo— sí salpicadas, de manera que la dispersión suavice la blasfemia que se hace en carne propia.
Digo esto porque Antonio Pereira, escritor que tengo por fabulador obstinado y verosímil, aclara en la primera página de su libro La divisa en la torre que todo lo que el cuentista vive o imagina tiene vocación de cuento. Es toda una declaración poética de intenciones, un aviso para que todo aquel que quiera tomar sus letras como la transcripción exacta de sus vivencias quede suspenso entre la incertidumbre y la certeza, entre lo real y lo fingido, pero sin distinguir los límites de uno y de otro.
A mí me ocurre que me paso la existencia en esa suspensión aérea entre lo que vivo y lo que creo vivir, de manera que igual soy un personaje que se desprende de mí mismo, que alguien que vuelve a mí después de un periplo de diez párrafos por la vida real. Sufro una bipolaridad crónica y algo caótica, de esas que le permiten a uno, de forma simultánea, pasearse por la literatura y bajar a comprar el pan sin cambiarse las zapatillas; y sin embargo, piso la tierra con esa gravedad de hombre corriente y anodino incapaz de desprenderse físicamente de su envoltorio. Si estuviera aún en la entrada anterior de este blog diría que soy —que me siento— un heterónimo que se inventa y se escribe, pero que es incapaz de aguantar más de una noche a la intemperie, lejos de este calor de hogar que he ido creando y componiendo mientras escribo mi propia vida.
¿O es ella, la vida, quién me escribe a mí?
         Hoy, por ejemplo, el novelista que me escribe y me inventa ha abusado de la elipsis y ha decidido que este día que hoy termina son cuatro renglones vacíos en su novela, una blanca transición entre capítulos. Porque hoy ha sido un día baldío en el ejercicio de desenterrar materia literaria de lo que vivo o imagino. El personaje que me habita no ha sido nada literario, quiero decir, y no ha podido extraer la más mínima hebra de ficción a esta realidad de invierno que me circunda. Hay días así, blancos como un folio bajo la luminaria de un flexo.
Mañana será otro día. La luna llena de algún verano tropical atravesará con su luz el vaso de mi daikiri y una exuberante semidiosa del Caribe susurrará a la altura de mi cuello una palabra de amor…     
Como te veo muy capaz de descubrir la calumnia que se esconde en esta página, quiero pedirte por favor que no juzgues el embuste de un cuentista como una mentira cardinal. Tómalo como el escorzo venial que la retórica le hace a la verdad para que no se malogre una buena historia. Un fabulador es un fabulador siempre, y ni siquiera para decirse a sí mismo hace voto de franqueza.












        Tengo tres libros de Antonio Pereira en mis baldas amarillas. Uno de ellos es este que se cita más arriba, La divisa en la torre. Es un libro de vivencias noveladas. O de ficciones fingidas. Quiero decir que la mentira está en que se narra en forma de cuento lo que es una biografía dispersa y fragmentada, una sucesión de cuadros veraces con distintivo de fábula que hacen un todo entrañable y atestado de muy buen humor. Un Antonio Pereira pleno, y resabiado, cuyo único arrepentimiento es haber perdido el candor de los años en que aprendía a escribir, según diría unos años antes, a modo de prólogo, en Cuentos del medio siglo, el segundo de sus libros en mis baldas amarillas.
            El tercero, que es el primero que llegó, es Picassos en el desván.
Los tres son libros con los que disfrutar de una prosa serena y contenidamente alegre; irónica y amable.         

martes, 13 de noviembre de 2012

Las múltiples vidas de Fernando Pessoa

Abro la ventana y oigo el repique de la lluvia sobre el capó de los coches, ese clop-clop que parece la métrica astral con que declama sus versos la naturaleza.
Recuerdo que anoche mismo —en la novela Los últimos tres días de Fernando Pessoa, de Tabucchi— Pessoa le contaba a Antonio Mora algo parecido, sino lo mismo. Le contaba que en Cascais lo tomaron a su cuidado una viuda y sus dos hijas, y que cuando se quedaba solo, le acompañaba un perro negro inteligentísimo que rascaba el suelo con las patas y le indicaba el ritmo del verso, y que así, al dictado de aquella métrica animal, iba midiendo la cadencia de sus poemas. Pessoa murió al rato de contarle esto a Antonio Mora.  
Hace poco cumplí cuarenta y siete, los mismos que tenía Pessoa anoche, cuando expiró. Miro la lluvia. Hoy tiene el acento de un poema triste. Una cadencia sombría. Cierro la hoja de la ventana y la tarde sin luz me procura mi imagen en el cristal; un azogue oscuro donde me miro, más cansado y más viejo. Me imagino mirándome desde fuera. Cuál de los dos es el verdadero. Quisiera preguntárselo a ese yo que me mira del lado de la lluvia, pero temo que para ello habré de alcanzar la excelsa altura de Pessoa, que murió en la abundancia de sus yoes, multiplicado de vida.   
Hasta anoche, yo pensaba que la soledad era el medio para crear; hoy ya sé que creamos para combatirla. Lo vi en Pessoa amplificado. Un ser que vivió en pensiones o en habitaciones alquiladas, que paseaba su triste figura de funcionario enjuto por las calles de Lisboa y que se bebió todo el aguardiente de la bodega de Abel Pereira da Fonseca sin por ello perder la calma y sus formas de elegante caballero. En la vasta soledad de sus horas urdió sus biografías, a las que les puso los nombres y las voces de Álvaro de Campos, Ricardo Reis, Bernardo Soares, Alberto Caeiro, Antonio Mora…, para vivir miles de vidas en la suya.
¿De igual manera habré de reinventarme en las horas de soledad? ¿Y si yo fuera el heterónimo de ese ser translúcido que me mira desde el lado de la lluvia? ¿Habré de explicarle que si abro de nuevo la hoja no es para que desaparezca sino para que el agua de lluvia me dicte, como aquel perro negro de Cascais, el ritmo de las letras que escribo?
Esta tarde trae asonancias tristes y la saliva espesa de la saudade. No se nos culpe, entonces, del tono agridulce de esta hoja; cúlpese a la lluvia y a su prosodia de agua. 


Pepe Quesada conversando con Pessoa en  A Brasileira do Chiado. Lisboa. Noviembre de 1994

Anoche tomé de mis baldas amarillas Los últimos tres días de Fernando Pessoa. Es una novela muy corta, o un relato muy largo, de cincuenta páginas, que se lee en una sentada. La narración supone mucho más que una aproximación al fenómeno de los heterónimos. Es, a la vez que un homenaje, una implicación del autor —Antonio Tabucchi— en ese cosmos de personajes ficticios con voz y vida propia.

La edición de mis baldas es un tomito muy menudo, de aquellos que a mediados de los noventa editó Alianza Editorial para vender al asequible precio de cien pesetas. Fue aquella la época de mi primer enamoramiento de Lisboa. Acababa de volver de un viaje que puso ante mis ojos a una ciudad hermosa en su honorable decadencia y en su capacidad para reinventarse en cada una de sus piedras, donde tomé el mejor café del mundo y donde disfruté de tardes memorables frente a aquel Tajo cansado y brumoso, camino del mar. A mi vuelta, acudí a Pessoa y a Tabucchi como bálsamo de fierabrás contra el mal de la saudade y me aficioné a ellos con tal de combatir la ausencia de aquel amor imposible y lejano.

Ni que decir tiene que la saudade no se cura con nada del mundo, pues al ser un mal cuyos síntomas precisos aún no se han alcanzado a describir, no hay médico ni medicina capaz de ponerle remedio.



domingo, 11 de noviembre de 2012

Astronautas y carreteras, a propósito de un libro de Manuel Rivas[i]

Hace algo más de una semana metí la rueda de mi coche en un socavón. Todavía está en mitad de la carretera —el socavón; el coche salió por pura inercia. Creo que nadie vendrá a rellenarlo y que se quedará para siempre como un signo del retroceso que estamos viviendo en tantos órdenes de la vida. Bueno, en el económico, que a su vez incide en el resto. ¡Y de qué manera!
Cuenta Manuel Rivas en Las voces bajas[ii] que por el tiempo en que el hombre llegó a la luna, verano de 1969, asfaltaron el camino a Elviña, que hasta entonces había sido de tierra. El progreso y el futuro llevaban distinto dinamismo en según qué parte del mapa nos encontrásemos. España se sacudía el letargo de una posguerra larga, salíamos del subdesarrollo, y Estados Unidos se revolvía nervioso en una carrera astral que no quería perder de ninguna manera. Alquitrán y estrellas. Muy gráfico, el gallego.    
Como la buena literatura tiene la virtud de accionar resortes en el ánimo o en la pereza del que la lee, a mí se me accionó, por vía de la evocación, el resorte de las analogías, y mientras me imaginaba el modesto trazado de alquitrán de aquella carretera municipal y la inabarcable autopista etérea que los americanos inauguraron en dirección a la luna, jugaba a comparar el salto estratosférico de Felix Baumgartner con el salto al vacío de nuestro cacareado estado del bienestar. Cada uno, eso sí, a su velocidad. El logro del austriaco, un vertiginoso viaje de vuelta desde la atmósfera, emulación inversa de los que subieron hasta la luna aquel lejano verano de finales de los sesenta, se me hacía una conquista inversamente proporcional al lento deterioro de nuestras carreteras, que es lo mismo que decir de nuestra comodidad seudocapitalista.
Luego seguí leyendo, pero ya con la inquietud y el vértigo de la incertidumbre de no saber si se nos abrirá el paracaídas o si daremos con nuestros huesos en una carretera de tierra.


[i] Esta entrada apareció en el muro de mi blog el 31 de octubre pasado.

[ii] Recomiendo la lectura de este libro. Creo que ni Alfaguara ni Manuel Rivas necesitan de mi humilde propaganda. En realidad lo hago por mis amigos; no me perdonaría no informarles de que Las voces bajas es un libro que merece la pena leer, y no porque hable de astronautas o carreteras, sino porque trata de personas de carne y hueso, esa especie tan difícil de encontrar en un libro.

miércoles, 7 de noviembre de 2012



Dos cuentos de Cortázar y una pieza de arqueología sentimental

Yo empecé a escribir en una Olympia Traveller de Luxe. Era una máquina pequeña, de color naranja, y no pesaba tanto como las que se estilaban entonces, las mastodónticas Olivettis. Con ella escribí un cuentecito cándido y endeble que si recuerdo es porque aún lo conservo y porque cada cierto tiempo lo arreglo, sin conseguir sacarle ese tufo a prosa sin sazón y sin ángel que desprenden las primeras letras. En realidad lo que hago es sacudirle el polvo a los adverbios, cambiarles las bombillitas fundidas a los adjetivos y recortarle la hierba a la sintaxis, de manera que a cada tanto lo visto de limpio. Pero huele. A rancio —a pesar de que es un relato de juventud; o quizá por eso— y a mezcolanza de ideas calcadas. Si se pudiera destilar su esencia con sólo acercarle una llama, por ejemplo, veríamos cómo de mi cuento gotea el sudor de, al menos, dos cuentos de Cortázar: Casa tomada y Carta a una señorita en París.     
En aquel tiempo, además de hundir las teclas de una Olympia Traveller de Luxe, yo leía mucho a Cortázar. Alguien me lo dio a leer después de unos juegos florales que ganó un cuento mío precisamente por floral —le granaban pimpollos de enfática rimbombancia al final de cada frase— y porque apenas nos presentamos media docena. Al que me prestó el libro debió parecerle que mi prosa necesitaba una pátina de modernidad y desprenderse de las musas y los suspirillos becquerianos que exhalaba, sin saber que con aquella incitación estaba inaugurando un lustro febril de verborrea y tramas imposibles, donde una bolita de algodón caníbal, por ejemplo, sería el trasunto ibérico de aquellos conejitos de la calle Suipacha. En mis cuentos comenzaron a proliferar manos que se desgajaban de sus brazos y trajinaban autónomas por mi cuarto, y cónsules de una provincia romana remota que trasmigraban, con solo mirarse de perfil en un espejo, hasta un ruidoso garito de Portobello. Recuerdo aquel tiempo como una etapa de inquieta creatividad; me faltaban dedos para aporrear las teclas de mi Olympia Traveller de Luxe. Yo tenía diecisiete años.
Un día (el recuerdo tiende a simplificar los procesos y abusa de la elipsis, porque la cosa no debió ocurrir de un día para otro) un día, digo, alguien debió prestarme otro libro, o terminé con todo el Cortázar editado, o me desperté con ganas de contar otras historias, de manera que abandoné aquel pulso para adentrarme en otros, y luego en otros, y luego en otros… hasta hoy, que es el día en que ya no sé a quién imito. Seguramente a mí, o a todos.
Hace unas semanas rescaté de nuevo aquel cuento. Me tapé la nariz mientras lo sometía a una revisión de rutina. Lijé una subordinada que rozaba en el corazón de su oración principal, atornillé un punto y seguido donde antes hubo una coma y lo envié a un concurso de cuentos muy prestigioso, sabiendo que lo mandaba a una guerra perdida, pues el relato es malo, es inocente y, además, padece un anacronismo que me niego a extirparle. El protagonista de mi relato escribe la historia de su devastación en una Olympia Traveller de Luxe —más pequeña y ligera que las macizas Olivettis— mientras se debate entre gastar sus escasísimas fuerzas en concluir su testimonio o en lanzarle la máquina de escribir a aquella bolita de algodón caníbal que avanza para devorarle. Así es que el anacronismo es doble, por el hecho en sí de que hoy día ya nadie escribe a máquina y porque su desenlace es, sin duda, de una candidez de otro tiempo.
Creo que no me costaría nada armar a mi protagonista con un portátil —más ligero, sin duda, que una Olympia Traveller de Luxe y, por supuesto, mucho más leve que una plomiza Olivetti— y procurarle así una entrada digna a esta época de iphones y blackberrys. Un día lo haré. Mi protagonista atravesará el espejo del tiempo —igual que el procónsul de unas líneas más arriba— y se convertirá en coetáneo de estas hojillas que hoy escribo mientras le dedico un encendido pensamiento a mi máquina de escribir, ese hito naranja en mi memoria que se debate entre el sentimentalismo y la lealtad —en su hueco en mi trastero— junto al vinilo de Jethro Tull y la ciclostática.   
El día que eso ocurra, habré olvidado para siempre a mi  Olympia Traveller de Luxe. Y el cuento seguirá siendo malo. Malo como un dolor de juventud.


Casa tomada y Carta a una señorita en París están recogidos en la recopilación LOS RELATOS, de Alianza Editorial, que es donde los leí por primera vez hace unos treinta años, en dos tomos distintos y, seguramente, con algún intervalo de tiempo entre uno y otro. Sólo algunos años más tarde supe que estos dos cuentos pertenecen, en origen, a Bestiario, del año 1.951, y que en ese libro aparecían en primer y segundo lugar, respectivamente. Al parecer, lo que había desunido Alianza Editorial lo unió el azar en mi cuentecito. El azar.  





Por qué baldas y por qué amarillas

Hace tiempo que quería tener un sitio donde echarme a pensar. Un árbol, por ejemplo, al que arrimarme y donde esperar a que una gran idea me ilumine mientras observo cómo la luz se cuela entre las ramas. Pero como soy de espíritu urbano irreductible, creo que esto de sentarme a la sombra de un blog donde ir depositando algún que otro ensimismamiento servirá como sucedáneo doméstico de tilo o de magnolio.
El blog: un árbol, al fin, libre de lluvias y de hormigas.
Creo  que si no me había atrevido antes fue porque me falló el enfoque. Siempre lo había visto como un sitio donde colgar un poema, colocar un microcuento, una reflexión exacerbada o pacífica, alguna foto de encuadre artísticamente inimitable… un cajón, al fin, donde depositar una macedonia de estilos y palpitaciones sin hilo y sin secuencias. Pues no. ¡Dame hilo y coseré el mundo! Bueno, tampoco es eso. Seremos más modestos.
El caso es que hace unos días* me vino la idea de que en este sitio podíamos hablar de libros, no en la manera académica de ponderar las virtudes literarias de tal o cual autor, ni siquiera a la manera de una reseña más o menos poética o funcional, que para eso ya están los críticos y la prensa y la ruidosa cartelería de los medios afines. No. El libro, la frase del libro, la escena del libro como hilo conductor —acá está el hilo, al fin el hilo— como hilo conductor, digo, de alguna reflexión sobre, sobre… ¡ya se verá! (Algo de improvisación no perjudica).
La asociación entre “baldas” y “libros” es tan obvia que pararse a justificarla es negarle el aire a esta primera entrada. En realidad las baldas son blancas. “Baldas blancas” me resulta un punto cacofónico. Aquí le hice mi primera concesión a la poesía, y me permití una excusable licencia sonora. Excusable por cuanto, hasta no hace mucho, las baldas donde deposito mis libros eran de color amarillo. Ocre y nicotina, más bien.
Nace este arrimo a la sombra de un blog con seria voluntad de ingravidez y no de trascendencia. Sus hojas serán prescindibles, sin duda, y poco o nada perderá la humanidad si sigue, como cabe esperar, ajena a la tímida floración de sus ramas. Que el lector, amigo o forastero, disfrute al menos de las sombras de este árbol, tilo o magnolio, que planto hoy, en Sevilla, a tres de noviembre del año dos mil doce.

  

*Desde hace unos meses soy asiduo de facebook. Me doy alguna vuelta por la aldea global, ese garito o ágora cibernética donde todo el mundo habla a la vez y hasta se permite no solo la digresión, sino la tontería y la humana trascendencia, a la vez que una honda sabiduría de andar por casa que nos hace muy bien a todos, y del que todos aprendemos. En mis tres últimas entradas quiso el azar que coincidieran mis cavilaciones con otras tantas ideas o evocaciones expresadas en otros tres libros, o viceversa. Ese fue el empujón definitivo. O el único.
Pido perdón porque esas tres entradas se repetirán en este árbol.


ESTA ENTRADA, QUE APARECE CON FECHA 7 DE NOVIEMBRE, EN REALIDAD CORRESPONDE POR FECHA AL 3 DE NOVIEMBRE. INVOLUNTARIAMENTE LA BORRÉ, JUNTO A LOS DIEZ MENSAJES DE OTROS TANTOS AMIGOS. PIDO DISCULPAS A ELLOS, EN PARTICULAR, Y A TODOS EN GENERAL.